LA NOCHE DE SAN JUAN EN CORELLA

BIBLIOTECA DIGITAL CORELLANA


     Las fiestas celebradas en torno al equinoccio de verano han tenido siempre una relevancia especial en el calendario tradicional desde tiempo inmemorial. En nuestra cultura se han celebrado en torno a la noche mágica de San Juan, con multitud de ritos, que podían variar de una localidad a otra pero que siempre querían expresar la unidad del hombre con la naturaleza.

     En este día tan especial compartimos en esta entrada de nuestra Biblioteca Digital, sendos escritos de dos grandes escritores corellanos, que describieron cómo se desarrollaban las fiestas de San Juan en el primer tercio del siglo XX, aproximadamente hace unos cien años. Estos escritores son Diego Pascual Eraso y Eugenio Salamero Resa, dos escritores de fina prosa a los que les unía también un gran interés por las costumbres populares de su gente. De los dos hemos hecho la presentación en este blog. La de Diego Pascual Eraso aquí y la de Eugenio Salamero Resa aquí.




La fiesta de San Juan en un pueblo de la Ribera de Navarra, el mío.

Diego Pascual Eraso

 

   Cuando yo era mocete, y ya ha llovido desde entonces, había en Corella una  vieja ermita dedicada al Santo Bautista. Presidía la fachada de la ermita desde un nicho una imagen del santo señalando el sagrado corderito que quita los pecados del  mundo, la cual, aún defendida por cristal y tupida red metálica, por su color tostado bien se advertía que había soportado los rigores del sol de muchos veranos y las extremas inclemencias de no pocos inviernos.
 

    La fachada humildísima de la pobre ermita remataba en una espadaña, en la que de tarde en tarde y en días muy señalados, volteaba un esquiloncillo alborotador de penetrante pero agradable son. Mas la ermitilla llegó a amenazar ruina, seguramente sus cimientos minados por un arroyo próximo, y puesto que suponía grave peligro de hundirse, se tomó la decisión, creo que con buen acuerdo, de derribarla. Y así se hizo. Mas para entonces ya se había redactado un bien estudiado proyecto para levantar otra nueva de nueva traza. Creo que la devoción a San Juan, muy arraigada allí como en todo el resto del País Vasco hará y bien todo lo restante.
 

    En la antigua radicaba una muy numerosa cofradía de devotos del Santo, a la cual no podían pertenecer las mujeres, por aquello de haber sido degollado San Juan por culpa de ciertas féminas. Y como de víspera se conoce la fiesta la imagen de San Juan niño, pues en su día se conmemora el nacimiento del precursor del Señor, era trasladada procesionalmente a la parroquia próxima, a fin de poder celebrar allí los cultos con solemnidad  y holgura mejor que en la propia ermita. Para cuando partía la procesión ya colgaban en la calle, de balcón a balcón, unos cuantos juanberingas, muñecos grandes hechos con ropas personales en buen uso y decente presentación rellenos de paja hasta darles consistencia y los hacían danzar mientras la procesión desfilaba. Entre tanto el esquiloncillo de la ermita alborotaba sin dar respiro. Al día siguiente. Sin ningún rito ni ceremonia eran retirados los juanberingas. Su vida resultaba pues tan efímera como la flor del heno. En la ermita el principal adorno aquel día eran grandes ramas de guindas cargadas de su fruto y muchos ramos de escogidas y perfumadas flores de las que entonces da en abundancia el tiempo.
 

    Frente a la ermita, el día de la Cruz de Mayo, se reunían muchos labradores con grandes haces de ramas de chopos para que les fueran bendecidas. Al efecto salía de la parroquia el clero revestido con ornamento de fiesta y desde la puerta de la ermita impartía sus bendiciones. Después, aquellos labriegos de fe sencilla pero maciza, a usanza navarra, iban colocando sus ramas bendecidas por sus campos en la seguridad, como una súplica permanente, que los libraría de pedriscos y demás azotes atmosféricos.
 

    Había también, lejos de la ermita, una calle dedicada a San Juan. Sería, pues no me explico otro motivo, que en la última casa, en la que cerraba la calle, había una hornacina con una imagen del Santo Precursor. Durante el año solía ser el nicho aquél un cuadrillo de San Juan, bastante descolorido, debido seguramente a la fuerte luz solar que le daba continuamente. Pero el día de la fiesta, sobre un mantelito muy blanco de larga puntilla bien planchada, se colocaba una imagen de bulto que emergía entre hermosos ramos de frescas y olorosas flores. Recuerdo que un año, más entusiastas los vecinos que los de hogaño, colocaron al pie de la hornacina nada menos que un chopo entero que llegaba hasta la peana de la imagen. A la mañana siguiente y bien temprano ya estaba todo aquel contorno del barrio bien animado; todavía chisporroteaban los rescoldos de la pequeña hoguera de la víspera. Por allí apareció un hombre que sin duda volvía de “sanjuanarse” del campo. Llamaban sanjuanarse a desayunar por todo lo rumbo en el campo la mañana de San Juan. Me parece que llegaba bien sanjuanado porque lanzó la boina por todo lo alto y gritando cuanto podía, que era bastante con toda su alma: “con pan o sin pan, ya hemos llagado a San Juan. Y de San Juan en adelante, todo será ya ir p´alante”.
 

    Frente a la vieja ermita quedaba espacio suficiente para encender una regular hoguera que no podía faltar esa noche. Por la hoguera saltaban los mocetes como diablillos sin miedo a caer y abrasarse en ellas. Mientras tanto una banda interpretaba unos bailables. Repitiendo de vez en cuando aquello de  “...a enganchar el tilburrí la noche de San Juan”. Era pieza obligada. Pero ni bailadores ni brincadores dejaban de entrar a la ermita a rezar algún que otro Padrenuestro a San Juan. Recuerdo que al pié del altar una pobre viejecilla hecha a muchas privaciones pedía con mucho fervor: “Glorioso San Juan, que en casa nunca nos falte el pan”.
 

    Mientras tanto el esquiloncillo de la ermita no cesaba de dar volteretas en la espadañuela de la ermita. Para eso tenía que estar todo un año en absoluto silencio y sin dar una sola voltereta.
 

    Buena noche aquella, clara y templada, para los rondadores. La canción empezaba con lo de “A enganchar el tilburri”. Seguía el solista, que aquel año cantó primero esta copla:
 

    “Mira lo que te traigo morena de mi amor, envuelto en yerbabuena que es la yerba mejor, un ramillete de guindas, pa adornar tu balcón, porque es San Juan mañana y la vispera es hoy”. El grupo repitió lo de “A enganchar el tilburri, la noche de San Juan “. El solista prosiguió: “Levántate morena antes que salga el sol, cómete las guindas del ramo del balcón pa que aun dure el rocío que en la noche cayó, y paezca lagrimillas de las que a ti echo yo”. Y luego todos en cuadrilla  y con la misma tonadilla de “A enganchar el tilburrí la noche de San Juan” a cantar donde otra moza guapa que ya estaría asomadica al balcón con algún juanberinga colgado de él.
 

    La imagen procesional del santo no era del agrado de muchos cofrades y decían que era la deshonra de la cofradía porque parecía que lo tenían de hambre todo el año. Representaba a un niño flaco y descolorido. Y no muy bien parecido. Había que traer otro Sanjuanillo más guapo y de mejor parecer. Y en efecto adquirieron otro de sonrosadas mejillas y ojos vivarachos. Unas monjas se encargaron de vestirlo y lo vistieron a la usanza de los pajes de los reyes medievales con una especie de dalmática roja finamente bordada de seda y oro  y una gorrita muy a juego con la dalmática, rematada con una saladísima pluma que le daba un aire muy gracioso. Aún así un cofrade se atrevió a decir al alcalde de la cofradía: “¿Pero que Sanjuanillo más pequeñillo habéis traído?” Respuesta al canto: ¿Pero qué queríais que naciera de Santa Isabel con lo vieja que era...?”
 

    En los cuatro ángulos de las andas iban cuatro plantas artificiales de traza silvestre muy estilísticas terminadas en una flor morada de muy buen ver; el conjunto resultaba artístico y de muy buen gusto. Al regresar a su ermita procesionalmente también volvieron a bailar los juanberingas y a brincar en su espadañuela el esquiloncillo de la ermita que hasta bien entrada la noche permanecía abierta y concurrida. Los cofrades se sentían satisfechos. “Vaya majo –decían- el Sanjuanillo de este año. Ya estará contento. También nosotros lo estamos que ahora ya podemos ir por la calle con la cabeza bien alta; pocos moceticos habrá tan guapos”. 

    La ermita seguía abierta y bien concurrida hasta entrada la noche. Al cerrar la noche se clausuraba la ermita hasta el año que viene.


(Este escrito inédito en vida del autor fue publicado en el libro de Jabier Sainz Pezonaga, Los vascos de la Ribera de Navarra, en la obra periodística de Diego Pascual Eraso, editado por la Editorial Pamiela en el año 2007)




Las fiestas de San Juan. 

Eugenio Salamero Resa


23 de junio; medio día.En las torres parroquiales, al sonar las doce y acabado el toque del Ángelus, se deja oír el repique de ritual ansiando para el día siguiente solemne función con panegírico. 

Al mismo tiempo, la pequeña campana de la ermita de San Juan, cuya es la fiesta que los bronces pregonan, rompe su anual mutismo y alegre, alborazada, orgullosa de dejarse oír, voltea sin cesar cual si quisiera desquitarse de su prolongado silencio.

Las puertas de la capilla se abren girando quejumbrosas sobre sus goznes; a modo de anticipado e impropio incienso, las escobas en manos de mujeres tocadas con un pañuelo blanco de narices a guisa de mantilla, levantan en el recinto nubes de polvo allí almacenados durante doce meses.

Visten al Santo “Sanjuanillo” sus mejores galas; ponen paño limpio, bien planchado, de grandes encajes, en el altar; encienden velas en bruñidos candeleros, cuya boca está adornada con papeles rizados que rodean la base de las velas. En las andas, una vez limpias y preparadas para depositar en ellas la Imagen, colocan un enorme rosco, semejantes a esos salva-vidas redondos que llevan los buques, hecho de mazapán. Por el agujero del centro se sujeta; sus contornos en vez de ser lisos son punteados; la parte de encima va cubierta de un baño blanco –clara de huevo y azúcar, muy batida– con dibujos imitando orlas, hojas o flores, en el que antes de secarse se espolvorean, a fin de que queden adheridas, infinidad de bolitas muy pequeñas de dulce, multicolores, que llaman maná. (Es costumbre, la de poner esos roscos o cosas parecidas en las andas de los Santos, que no sabemos a que puede obedecer. En el afán de depositar presentes, adornos o lo que quiera que ello signifique, se llega en ocasiones a verdaderas incongruencias disparatadas. Por ejemplo: todos los años
presenciamos en cierta procesión de Viernes Santo, que el olivo delante de la figura de Jesús va orando en el paso “ La Oración del Huerto”, luce entre sus hojas.. unas cuantas naranjas.)

Según la creencia popular, el santo Bautista, ignora cuándo es su fiesta. Pregunta a Dios de continuo por su día y obtiene por respuesta únicamente un: “Ya llegará”; insiste repetidas veces con igual resultado, hasta que sin poder impedirlo se ve invadido de celestial laxitud y queda dormido con el sueño de los ángeles durante tres días. Al despertar reproduce su demanda y Dios le contesta: “Ya pasó”. A pesar de creerlo así, ello no es obstáculo para festejar su nacimiento
aún a trueque de que algún cronista del Cielo, tenga que narrarle los cultos y agasajos que le han dedicado los mortales, si de ellos ha de tener noticias.

Conforme va entrando la tarde, en casi todas las calles del pueblo y especialmente en el barrio de su nombre, van apareciendo colgaduras, farolillos, guirnaldas, adornos de mil clases. Transita más gente que de ordinario, con más animación que de costumbre. En el ambiente flota ese rumor característico que denota la preparación de próxima fiesta.

En el tejado de la Basílica, la campanita sanjuanera, contenta y fanfarrona, continua rizando el rizo...

En los graneros de las casas -- improvisados y escondidos talleres – se termina febrilmente la fabricación de los tradicionales y típicos Juanberinga, que los vecinos hacen para solaz y divertimiento de todos y satisfacción propia.

¡Con que ilusión se “construyen” en secreto, esos muñecos grotescos, rellenos de paja, precursores de los modernos “dadidoles” aunque de distinta clase! Existe una ingenua emulación en confeccionarlos cada cual mejor y en las figuras de hombre, mujer o chiquillo -- que de todo hay – se emplean ropas hasta lujosas, calzado nuevo, caretas de precio, cofias, sombreros, etc. etc.

Cada muñeco lleva el traje apropiado de lo que quiere representar y no carece de ningún detalle que pueda hacerlo parecer, en lo que cabe, una persona de verdad, sin que ello excluya algún que otro mamarracho al estilo del vulgar espanta-pájaros.

¡Qué horas, las pasadas introduciendo paja en unos calzoncillos, rellenando unas mangas, dando forma el torso! Hecho el cuerpo, vestirlo, sujetar unos guantes, repletos de serrín para darles apariencia de mano, poner las botas, colocar una cabeza en los respectivos muñones... Dar expresión a la figura con apropiada faz de cartón; coger el muñeco, hacerle adoptar distintas posturas y actitudes comprobando entre grandes risas su fortaleza y resistencia...

Satisfechos de su obra, los interesados se aprestan a ofrecerla a la pública contemplación. Sujetan los monigotes a una fuerte cuerda, cuyos extremos se atan a dos balcones o ventanas que se enfrentan y de ellas quedan pendientes sobre la calle, los héroes de la fiesta.

La chiquillería, la gente toda, acoge con aplausos, risotadas y exclamaciones jubilosas, la sucesiva aparición de los diferentes Juanberingas, causando en sus autores la natural complacencia y legítimo orgullo de artistas.

Pasan de continuo y entran en diversas casas, mozas sirvientas que sobre su cabeza llevan una tabla grande en la que traen del horno los cafareles, las polcas las rosquillas y demás sabrosas pastas de confección casera, que son el regalo de los paladares de chicos y grandes. Se acerca entre tanto la hora de la Procesión.

Las vecinas o sus criadas, rocían la calle con agua, que sacan a palmadas de un balde que sostienen inclinado en la cintura y barren cada una el trozo que ocupa el frontis de su casa, quedando así prontamente limpia toda la calzada por la que el tránsito se va intensificando.

A las seis, San Juan es conducido procesionalmente desde su ermita a la parroquia, acompañados de los individuos de su Cofradía con sus Mayordomos y Alcalde, de numerosos fieles, Vicario y banda de música. A su paso, los aéreos muñecos danzan, cometida y gravemente, siguiendo el ritmo que les marcan las oscilaciones de la cuerda cuyas puntas de amarre empuñan manos diestras.
Terminado el religioso desfile, la gente se dedica a recorrer el pueblo pasando revista a todos los colgados que, si como están cogidos por debajo de los brazos, lo estuviesen por el cuello, daría la impresión de que reinaba una epidemia de suicidios.

Se visita al santo, se pasea un poco y a cenar deprisa para no perder el espectáculo de la famosa hoguera, cuyos preparativos ha rato empezaron ya.

El véspero ha ido entornando y la noche ha cerrado, los brillantes ventanales por los que Febo se asoma a la tierra, dejando a ésta sumida en completa oscuridad.
Frente a la ermita, han apilado maderas, ramas, troncos enteros de grandes árboles, leña de todas clases; el gentío va aumentando. Los farolillos berbeneros de papel acordeonado y colores distintos, se balancean suavemente pendientes de las cuerdas que, a su peso, se curvan, unidas a varios postes que forman un gran cuadro, en cuyo centro el enorme catafalco destinado a la quema, espera indiferente la tea incendiaria que ha de prender el fuego en sus entrañas.

Se oyen los acordes de la música que se acerca acompañada del griterío de cientos de personas bailando. Crece la animación; los vendedores de cascagüetes, barquillos dulzainas, arrecian sus pregones; alguien se acerca al combustible pedestal, lo rocía de petróleo o bencina y lo hace arder. Densa columna de humo sube lenta y vertical; brotan sin fin las chispas al prender el fuego en la ramulla; por los huecos de los troncos asoman las primeras llamas, débiles aún, que cual lenguas de un “Toribio” , aparecen y desaparecen, lamiendo el maderamen, destruyendo el ramaje, enroscándose en los troncos que, cediendo a su ataque, se descortezan, crujen recalentándose, hasta que de pronto la compacta masa abre una brecha al caer con estrépito su base requemada y en el fondo negro de la escena, emerge una inmensa franja de ondulante fuego, cuya ancha base va estrechándose al elevarse hasta teminar en punta, escoltada por multitud de diminutas chispas que, cual pequeños globos, se pierden de vista en rápidas ascensiones . La silueta de la Capilla se recorta en lo oscuro del cielo con su loca e incansable campana; el resplandor de las llamas pone en los rostros de los circunstantes unos tintes rojos de apoplejía. Se atiza y aviva el tremendo brasero para que no muera; los muetes y aún los mozos, saltando por encima de las llamas bajas, semejan sombras diablescas de faz congestionada.

La banda toca, aunque sus sonidos metálicos apenas si consiguen dominar las voces, las conversaciones, los cánticos y el bullicio del público. Las parejas de bailarines más cercanas, llevan el compás con dificultad, pues la gente les impide moverse con holgura; las distantes, lo hacen a ojo, parodiando el baile y así transcurre la hoguera de San Juan, terminada la cual, todo el mundo emprende el regreso a sus casas iniciando los trasnochadores las rondas o serenatas con guitarras, violines, bandurrias, etc.

El día 24, festividad del Santo, recorren de madrugada el pueblo, las músicas de cuerda y aire. Cruzados los balcones por ramas enteras de cerezo destacando entre el verdor de sus hojas las encarnadas bolas de su fruto; en las calles adornadas como que da dicho al principio, se colocan grandes mesas llenas de jícaras con humante chocolate, vasos con el clásico azucarillo para el agua, fuentes enteras de churros, perillas sanjuaneras, sequillos, mantecosas, etc.

Los familiares, los amigos, los vecinos, se sientan rodeándolas y mientras las rondallas amenizan el desayuno, éste se desliza animado, alegre y bullicioso, presididos por los elevados personajes que pronto volverán a tomar parte en las fiestas, aportándole sus contorsiones risibles, sus cómicas piruetas.

Otras cuadrillas van a sanjuanarse al campo, a los sotos, a las huertas y allí mismo hacen el chocolate y lo ingieren con idéntica animación y excelente apetito.

A media mañana, se celebra la función en la Parroquia, ofrendando todos los cofrades y ensalzando el predicador los méritos y virtudes del Bautista, en elocuente sermón, escuchado por el numeroso auditorio que llena el Templo.

Próximamente a la misma hora que el día anterior, se reintegra San Juan a su Ermita conducido asimismo procesionalmente. Los Juamberiga le despiden al pasar. De muy distinta manera a como le saludaron la víspera. La danza parsimoniosa y tranquila se convierte en furioso bailoteo en el que obligados por las flexiones y tiradas del cáñamo sustentador, ejecutan sin tregua absurdas posturas, movimientos inverosímiles, actitudes grotescas, que en ocasiones dan al traste con la seriedad del momento...

Una vez depositado “Sanjuanillo” en su albergue y próximo el fin de la sanjuanada, se acerca igualmente el de los Juan-beringa. Los poseedores de las cuerdas, presa de una especie de vértigo de movimiento, los voltean, quedando con las cabezas abajo y los pies en alto; dejándolos descender para que al tensar el cordel fuertemente y de golpe, den saltos fantásticos; les imprimen vaivenes insospechados, bruscas oscilaciones, brutales ascensos, que causan fenomenal algazara y regocijo en la multitud que presencia cómo se aflojan los músculos, se desunen los miembros de un muñeco, o bien se le desprende una bota que en rápido vuelo, amenaza “aterrizar” con grave peligro de algún curioso; otro pelele queda sin un brazo, aquél con una pierna cercenada; éste pierde la cabeza y, por último, el que más y el que menos, todos acaban rotos, maltrechos, aniquilados, poniendo de manifiesto sus míseras interioridades que a la noche llenarán el pesebre donde, a su manera, un burro filósofo participara también de las fiestas.

Como se ve, los Juan-beringa, o, como también los llamaban, Juangueringas, eran unos personajes de efímera existencia renovada anualmente. Escasamente duraba día y medio su permanencia entre los hombres, más tenían la certeza de que al año justo serían de nuevo expuestos a la contemplación de cientos de ojos, a los aplausos de miles de manos. (En Cintruénigo se les denomina Chapalangarras).

No hemos podido averiguar su origen ni la razón de su nombre, aunque teniendo en cuenta que en algunos sitios de la Ribera se llama beringa al individuo inquieto que no puede parar un momento, creemos que de ahí vendrá el llamarlos de esa manera. Ahora bien: ¿motivo de esta costumbre, por qué precisamente ese día era a ellos destinado? Eso, lo ignoramos.

En la época que presenciamos las diversiones que hemos narrado a grandes rasgos (hará más de veinte años), se colgaban numerosos monigotes de trapo. Después su numero empezó a decrecer, fueron menos cada vez los que al aire se balanceaban; continuaron poco a poco disminuyendo hasta llegar a ser sólo una pareja y al año siguiente, como si se avergonzase de ser el único blanco de las ya indiferentes miradas, ahitas de sencillez, ávidas de nuevas y más fuertes sensaciones; como si les apenase su soledad, ni los dos supervivientes del anterior se exhibieron.

Había pasado su reinado; los gustos evolucionaban, los antiguos usos desaparecían; sus cuerpos desfallecidos, impasibles, no interesaban ya; no servían ni para hacer reír.. ¡Pobres peleles!.. ¡Pobres Juan-beringa!... Y sin embargo.. ¡Que emoción nos produce el evocarlos!

Vuestro recuerdo va unido a los ya lejanos tiempos de nuestra niñez y vuestro estrafalario nombre se asocia forzosamente a la añoranza de unos ratos que fueron de los más alegres, de los de más pura ilusión, de más contento, de nuestra infancia...

Hoy en la madurez de la edad, necesariamente os estudiamos desde punto de vista completamente distinto; os vemos a través de un prisma tan diferente, encontramos tal analogía entre vuestro paso fugaz por la tierra y la vida humana, que no podemos menos que dedicaos estas líneas de compasiva lástima, de afectuosa nostalgia de compañerismo, podríamos decir forzando la imagen.

Vosotros, en efecto, estabais suspendidos en el aire, amarrados de balcón a balcón por una soga cuyos vaivenes seguíais inconscientemente. A los empujes, a los tirones o aflojamientos, a las bruscas sacudidas de aquélla, ibais perdiendo prendas, miembros, adornos; hasta quedar convertidas en triste despojo, seguro pasto de animales...

El hombre a su vez, está suspendido en la inmensidad del mundo (como vosotros sobre el pavimento de una calle), sujeto a su destino del que es ciego juguete. Los embates de las pasiones, envidias, rencores, cizañas, traiciones, intrigas, insidias, de sus semejantes ¿qué son para su espíritu sino lo que para vuestro cuerpo eran los bárbaros movimientos a que os forzaba el cable que os sostenía?... Cada desengaño, cada desgracia, cada decepción sufrida, va poco a poco quitando sus ilusiones, cambia sus gustos, mata sus aspiraciones, debilita sus fuerzas y acaba derrotado, vencido (después de dejar en la fiesta de la existencia jirones de la suya) siendo como vosotros, un pobre despojo mortal, un montón de hedionda carroña...

Afortunadamente para el hombre, éste os aventaja en lo esencial, en lo único que es verdaderamente apreciable y grande en la humanidad; tiene cerebro del que carecíais, posee un alma que a Dios plugo darle y ese alma es la que desprendiéndose de la materia inerte a la que ennoblece en vida, se remonta a las regiones celestes: es la razón de la vida.

Vosotras, pobres Juan-beringas, existíais, pero sin vida... ¡sin alma!...


(Este escrito es un capítulo del libro Estampas de mi tierra, editado en 1930 que te puedes descargar aquí)

Antigua ermita de San Juan

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